10 de septiembre, de la Vila Setembrina del Rio Grande, Bruno Lima Rocha y Rafael Cavalcanti
La noción de realidad tiene relación con la experiencia. La híper-realidad es tributaria de la fabricación de bienes simbólicos y proyecciones distinguidas de lo cotidiano vivido y de las relaciones de fuerza que estructuran la vida de las mayorías. Cuando algo ocurre de forma sistemática y forma parte del cotidiano de un tercio de los habitantes de la segunda mayor ciudad del Brasil, esto no es inusitado, se vuelve rutina. Así, desde un punto de vista de reconocimiento de la plenitud de los derechos de los ciudadanos residentes en las comunidades carentes llamadas favelas, es diaria la convivencia con personas armadas, sustituyendo o rivalizando con el monopolio de la fuerza estatal.
Según toda y cualquier noción oficial de soberanía, cabe al Estado el uso de la fuerza letal, preventiva o reactiva. Cabría, a los tres niveles de gobierno en Brasil (municipal, estatal y federal), velar por el conjunto de derechos de toda la población, entre ellos la seguridad física y patrimonial. A la vez, se sabe que el control parcial o total de territorios por parte de pandillas medianamente estructuradas, implica el gobernar de forma paralela o complementaria.
Todo lo que narramos arriba no llega ni al 10% de las caracterizaciones de derechos y deberes del Estado -y sus vacíos- para con sus ciudadanos. De acuerdo con la Constitución Federal del Brasil (del 1988). La solución empleada por la Secretaría de Seguridad Pública del Estado de Río de Janeiro (parte de la gobernación estadual) fue hacer permanente la presencia física de policía ostensiva en las áreas de encuestas, con ocupación irregular de tierras y con fuerte estigmatización socio-espacial, o sea, las favelas. Lo que hasta hace bien poco tiempo atrás era denominado “invasión u ocupación permanente”, hoy se conoce por la sigla de Unidades de Policía Pacificadoras (UPPs).
Si por un lado, se reconoce las UPPs como reales y no sólo episódicas, por otro, esta medida es reciente y paliativa. Para aquellos que juzgan que exageramos, basta hacer una comparación con la intensidad de policía ostensible existente en la propia Zona Sur (la más noble y rica de la ciudad del Rio de Janeiro, constantemente visitada por turistas) y áreas costeras valoradas de la Zona Oeste (como la Barra de la Tijuca y Recreo, donde se ha realizado la mayor parte de las competiciones de los Juegos Panamericanos de 2007). No estamos aquí defendiendo la ampliación de esta política, pero sólo constatamos que si fuera prioritario el empleo de policías en las áreas de favelas, debería haber un desplazamiento de contingentes desde el asfalto hacia el morro. Y eso está lejos de acontecer.
Estamos todos acostumbrados a naturalizar la ausencia de un derecho y hacer virtud del fallo. En la mañana del último sábado 21 de agosto, el barrio de São Conrado (zona sur de Río, un área muy valorada de la ciudad que va a ser sede de las Olimpíadas de 2016) se encontró con una situación de guerra urbana. Como es sabido, un convoy de vehículos motorizados (camionetitas y motos) llevando cerca de 40 hombres armados, fue interceptado por una barrera policial de rutina. La reacción inmediata de una parte del convoy fue invadir el conocido Hotel Intercontinental (frecuentado por estrellas mediáticas en el reveillon y extranjeros con mucho dinero durante todo el año), tomando de rehenes a huéspedes y empleados en plena mañana del sábado.
La pronta respuesta del Estado fue defender estas vidas, logrando la rendicción y después la prisión de los secuestradores, dentro de la ley, de forma pública y sin ejecuciones sumarias. Cualquier persona que haya vivido en Río y transitado por comunidades de favelas sabe que lo normal es justamente su opuesto. Los asesinatos oficiales y oficiosos son la norma. Hasta nos acostumbramos con la forma de hablar, seca y cínica de los presentadores de noticiarios televisivos, comentando, cuando finalizan la nota comentando que “fuentes de la policía afirman que los nueve muertos en la operación de esta tarde en el Morro X eran todos traficantes”.
El cinismo oficial y oficioso (a través de los grandes medios) es aliado de los mecanismos de supervivencia cotidiana. La circulación de convoys armados (que deambulan en la ciudad con el apodo de “tranvías”) es norma en las guerras de pandillas, cuyo sobrenombre es “comandos”. Todo esto tiene enorme difusión pública, como con transmisiones en vivo, desde el conflicto por el control del morro Dona Marta en 1987, en el barrio de Botafogo, a pocos metros del Palacio de la Intendencia. En esa ocasión, las bandas de los narcotraficantes Zaca (este, un ex miembro de la policía militar) y Cabeludo se enfrentaron por el control de bocas-de-fumo (puntos de tráfico) a plena luz del día, delante de las cámaras de TV (incluso las internacionales) y, aún sabiendo que la parte bajo el morro dista pocos metros del 2º Batallón de Policía Militar. Esta fue el gran estreno mediático de la entonces “nueva” realidad. De allá a acá nada cambió, sólo aumentó de intensidad.
Los frecuentes tiroteos, teniendo el fusil como arma-base tanto por policías como por traficantes, también son triviales, co-existiendo en la Ciudad Maravillosa hace dos décadas y media. Rigurosamente, desde la segunda mitad de los años ’80 del siglo XX que Río es escenario de un dominio territorial asociado con el uso exclusivo de fuerzas en armas para asegurar el control de la distribución de drogas por mayor y menor. Y, conforme la literatura especializada viene relatando, tal co-existencia sería imposible sin la contaminación de partes significativas del aparato policial del estado de Río.
Infelizmente, nada del que hube ocurrido el sábado, 21 de agosto es “novedad”. El inusitado es que el drama se pasó en el asfalto y no en lo alto de morros, lejos de las cámaras de TV y de la difusión mediática posterior.
Para buscar alguna conclusión y perspectiva
La constatación de sábado 21 de agosto es que la Policía Militar fue eficiente en el combate. Si tuvo eficiencia en la operación represora es porque todos fueron o son ineficientes o negligentes o asociados con las organizaciones criminales dominantes de las rutas de abastecimiento del Rio y su región metropolitana. O sea, se aplaude la acción correcta como virtud, cuando la misma es obligación del Estado y retrata el fallo preventivo de este. La punta del fusil es la punta del problema.
Repetimos, en teoría nuestro contrato social tendría al conjunto del ente estatal en la obligación de asegurar derechos y deberes iguales ante su propia legalidad. Así, sería obligación del Estado disponer todo lo que consta en la Carta Constitucional, sin distinción de clase social, género, nivel de escolaridad, credo religioso, posición a ocupar en los engranajes de gobierno o empresa, así como otra forma de discriminación. Bien, como se sabe, esas premisas del Estado democrático de derecho están más próximas a un recurso discursivo para alimentar un sistema de creencias en alguna especie de sociedad capitalista justa y saludable, que necesariamente de ser una base de estatutos para la convivencia colectiva. En las calles de Montevideo, a eso se le dice: puro verso, cosa de cuenteros. Pero, falso o no, la cosa está allí.
Es preciso comprender la radicalidad de estos discursos de legitimación para un país carente, con líderes personalistas y carismáticos, como el actual presidente Lula, y preparándose para ser vitrina del mundo en la Copa de 2014 y en las Olimpíadas de 2016. El Río de Janeiro, escenario de la actuación de las redes de pandillas que son co-controladoras de una parcela de territorio urbano y metropolitano, ya tiene como de costumbre organizar y ser anfitrión de grandes eventos, como la Eco 92 (Conferencia Mundial sobre el Medio Ambiente, organizada por la ONU) y el Panamericano de 2007, verdadero balón de ensayo para los Juegos Olímpicos.
Lo que acostumbra ocurrir en Río durante el periodo de realización de eventos de gran porte es un aumento del índice represivo, dividiendo la ciudad en zonas de colores (variable de intensidad de control y nivel de riesgo físico para los visitantes, cambiando entre verde, amarilla y la más peligrosa, la roja) y la buena marcha de las actividades. Después, todo vuelve rutinariamente a lo normal, la norma de la guerra urbana, donde el Estado tiene como complemento oficioso los para-militares que tristemente se llaman “milicias” (para desesperación de la tradición de la izquierda insurgente) y el aparato policial es endémicamente atravesado por sospechas de corrupción y uso privado de los recursos estatales para proporcionar justamente, seguridad física y defensa patrimonial, tanto para los ricos, como para los criminales sin uniforme a los que también les pagan por servicios prestados.
El sábado 21 de agosto tuvo como marca la difusión pública de algo que ocurre sistemáticamente y no gana divulgación. Es difícil para un ciudadano común y corriente, desambientado con la presión de las redes de pandillas y las “invasiones” policiales a las favelas, constatar que el derecho de todos no está asegurado. Y, yendo más lejos, que el aparato de seguridad “pública” no es de la responsabilidad del gobierno y sí de algunos pocos. Pena aún más triste es ver tanta energía que viene de abajo perdida en una versión de capitalismo salvaje y sin salida. Creálo, el tiroteo en el asfalto es el efecto colateral de la desgracia sistemática de las áreas hoy ocupadas por las Unidades de Policía Pacificadora (UPPs).
Este artículo fue publicado originalmente en el site Barómetro Internacional.