31 de marzo, desde Brasil, Bruno Lima Rocha y Rafael Cavalcanti
En el Brasil tenemos algunos tabúes en nuestra historia reciente. Uno de ellos se hace evidente en la polémica creada por el alto mando de las Fuerzas Armadas al contraponerse a la creación de la Comisión Nacional de la Verdad, que tiene por objetivo esclarecer la responsabilidades de los crímenes cometidos durante el régimen militar (1964-85), inclusive las violaciones de derechos humanos. La comisión fue propuesta en la tercera versión del Plan Nacional de Derechos Humanos -aún en el Gobierno Lula- en diciembre de 2009. En nuestra opinión, el cuidado en rescatar la memoria de las víctimas de la dictadura es necesario, pero ya surge con retrasos y límites, principalmente porque faltan elementos en el texto propuesto por el gobierno (primero de Lula y ahora con Dilma) que traten del castigo a los verdugos.
El tema es tabú por motivos políticos, una vez que la transición fue el resultado de una “apertura lenta, gradual y restricta”, conforme afirmó el general Ernesto Geisel, cuando asumió la Presidencia de la República. La “transición” brasileña se inicia en 1975, cuando los últimos opositores al régimen son asesinados en São Paulo y recién concluye en 1985, cuando un Colegio Electoral elige (por vía indirecta), al ex-gobernador del estado de Minas Generales, Tancredo Nieves (vieja “raposa” – astuta e ingeniosa- de la política) como presidente, siendo su vicepresidente justamente el ex-presidente del partido de apoyo a la dictadura. Respectivamente, este partido fue ARENA (Alianza Renovadora Nacional, tristemente igual al partido homónimo en El Salvador) después llamado PDS y el político disidente del régimen es el hoy senador y base de apoyo del actual gobierno de centro-izquierda, el político profesional José Sarney.
Volviendo a la crítica de la transición, en defensa de ese juego pacificado y exigiendo que no se abran los cadáveres políticos brasileños, en los últimos años surgieron neologismos políticos. El más famoso de ellos fue la expresión “dictablanda” –dictadura blanda- adoptado por el periódico de mayor circulación nacional, la Folha de São Paulo (www.folha.com.br), asumidamente defensor del golpe de 1° de abril de 1964. En esa ocasión, el periódico cuestionó en su texto editorial el grado de violencia del régimen brasileño, al compararlo a otras dictaduras suramericanas. Sólo para constancia, ese neologismo es como mínimo absurdo, una vez que en el Brasil se batió el triste récord de mayor número de torturados de las dictaduras latino-americanas (pasan de 40 mil).
En la cruzada contra la memoria histórica, surgió también la idea banal de la “necesidad de castigar los crímenes de los dos lados que cometieron excesos”. Esta noción refleja la odiosa “teoría de los dos demonios”. Originalmente formulada por intelectuales argentinos favorables al golpe encabezado por el ex-militar Jorge Rafael Videla, la teoría anunciaba que el estado de guerra interna promovido aún en el gobierno de Isabelita Perón (María Isabel Martínez, primera mujer presidente de la Argentina, acabó “auto-depuesta” por los militares en 1976) era una medida necesaria para la reacción frente al hecho de que las mayores fuerzas políticas no pacten una convivencia pacífica con un régimen sin distribución de riquezas. En los años ‘80, la teoría corrió por América Latina, sirviendo de legitimación para las soluciones negociadas, inspiradas en la transición española post-Franco, donde también nadie fue castigado.
Al leer el documento de siete puntos divulgado por el periódico El Globo (www.oglobo.com; mayor organización empresarial de medios corporativos brasileña) y escrito por el Alto Comando del Ejército (por oficiales generales en actividad), con adhesión de las fuerzas aérea y naval, notamos la misma referencia, que busca evitar una revancha contra los militares después de casi 30 años del fin de la dictadura. Los oficiales generales resaltan la comprensión del proceso de transición en el Brasil, en el cual las fuerzas políticas fueron llamadas a participar, una vez derrotada la lucha armada.
En esta época, esto tenía el sentido de reforzar un ala de las Fuerzas Armadas contra la “tigres de los sótanos”, también llamada “línea dura”. El discurso de legitimación del pacto de transición era simple. Había una ala “moderada” de militares, que ganó el apodo de Sorbonne, en función de la virtud intelectual de sus miembros (como Ernesto Geisel y Golbery del Couto y Silva) y estos abrían “vasos comunicantes” junto a los empresarios descontentos con el régimen y sus medios de confianza. Esta ala amplíó su campo de alianzas, llevando a un pacto nacional de tipo burgués modernizante, donde entraron entidades típicas de la democracia en el Estado de Derecho, tales como la Asociación Brasileña de Prensa (ABI, colegio de prensa) y la poderosa Orden de los Abogados del Brasil (OAB, colegio de abogados). Del otro lado, estarían los militares que aún creían en la propuesta de Brasil Potencia, Brasil Gigante y con pretensiones de una auto-determinación conservadora delante de los EUA. Estos mismos oficiales eran entusiastas de la guerra interna y de la salvajada como forma de castigar a los disidentes. Ganaron el apodo de “los tigres” y habitaban los “sótanos del régimen”.
El Brasil firmó la Ley de Amnistía Amplia, General e Irrestricta en 1979 y, en ese texto (ilegal porque los crímenes de lesa humanidad no prescriben), consta el perdón para quien mató inocentes, torturó prisioneros, ejecutó, violó, robó bienes personales y cometió actos de desaparición forzada. La Comisión de la Verdad es una medida ponderada, muy inspirada en el proceso post-apertheid Sudafricano, donde basta el reconocimiento del error para que haya perdón colectivo. Hoy, los altos mandos de las Fuerzas Armadas -incluyendo el ministro de la Defensa- hablan que esta tímida medida puede reabrir heridas, afectando la “paz nacional”, una vez que -según los militares- este tipo de comisión acaba teniendo una visión tuerta y maniqueísta de la realidad.
Ya hace un buen tiempo estamos escribiendo acerca de la necesidad de Brasil de rever la Ley de Amnistía, responsable de conceder el perdón a exiliados políticos y asesinos del Estado en 1979, como si ambos tuvieran la misma culpa. El Brasil no puede pasar una goma por encima de crímenes de lesa humanidad como la desaparición forzada, la tortura sistemática y científica, la pena de muerte de los disidentes y la apropiación personal de bienes y propiedades de militantes capturados. Son centenares de militantes de izquierda muertos y desaparecidos, como muestra el trabajo del Grupo Tortura Nunca Más, fundado el año de la apertura democrática por ex-presos políticos y víctimas de la violencia de la dictadura. Recientemente, el Supremo Tribunal Federal, instancia máxima del Poder Judicial, se negó a revisar la Ley, imposibilitando cualquier tipo de punición a los agentes del Estado. La OAB sigue manteniendo la iniciativa de revisar esta Ley, que consideramos como mínimo vergonzosa.
Entendemos que este es un tema recurrente y poco o apenas abordado en el país, en especial si comparamos con los vecinos Uruguay y Argentina. Es el colmo del absurdo, pero aún en Chile, -donde la herencia de la dictadura del general Augusto Pinochet está muy presente- castigaron a más operadores de esos crímenes que aquí. Hasta porque Brasil nunca identificó ni responsabilizó a sus torturadores. Cubrir la laguna de la falta de punición hasta el momento, implica revelar todo lo que falta para así superar la versión brasileña de la teoría de los dos demonios.
Es preciso reabrir las heridas, castigar los crímenes de la dictadura y preparar a los sectores populares para nunca más permitir nada parecido.
Este artículo fue publicado originalmente en el site Barómetro Internacional.