El caso es que solo desde las convicciones fuertes, inasequibles al desaliento de la realidad, se puede encarar el complejo presente sin desasosiego y sin pizca de duda acerca de si todo en lo que creíste estaba errado. La “caída del Muro” que citó de pasada la parlamentaria de derechas ya parece haber ilustrado lo suficiente sobre el destino de las utopías decimonónicas para que no sea necesario ni desgranar lo que va incluido en la referencia. Pero en los días que vivimos va a acabar instalándose también la misma semántica para la “caída de Wall Street” que anunciaba el joven izquierdista. El capitalismo mundial está herido de muerte y el denostado Estado de los ultraliberales acude en su socorro para que en su caída no se lleve por delante a ciudadanos, consumidores y votantes del mundo opulento. Diríamos que las dos grandes cosmovisiones, metarrelatos, ideologías o como se quieran llamar, socialismo (en sus diferentes versiones) y capitalismo (también en las suyas, aunque particularmente la especulativa), saltan por los aires en el poco tiempo que le lleva a un siglo darse la vuelta y comenzar definitivamente otro. Del 89 al 08, del muro de Berlín a la pared de Nueva York: en veinte años se han fundido los pilares de dos siglos de historia.
Pero, claro, solo con mucha voluntad ideológica se puede esquivar la evidencia de que la caída de este segundo muro, el capitalista, no ha ocurrido como tenían previsto la ciencia y la escolástica marxistas. El capitalismo colapsaría por sus propias contradicciones y por las presiones de la clase obrera organizada que, bien dirigida, aprovecharía el instante final para establecer otro estado de cosas. Pues bien, aquí cae el capitalismo real, el conocido últimamente, no tanto por las contradicciones de origen o por la competencia entre potencias de ese signo como por la voracidad de sus gestores, animadores de una economía especulativa casi ni contemplada por los clásicos analistas de la revolución. Y cae solo, sin ayuda ni presión de nadie. Y cuando cae, los gobiernos capitalistas del mundo opulento corren a sostenerlo con fondos públicos, de los ciudadanos, llegando incluso a nacionalizar la mitad de la banca británica, algo que ni el trotskista militante más montaraz hubiera soñado conocer en vida. Nada de lo previsto ha resultado ser: del mismo modo que no se previó la caída del comunismo hasta después de ocurrida, algo similar ha sucedido con ésta del capitalismo.
Ahora bien, lo peor para la doctrina clásica de la revolución es la actitud del pueblo y de sus dirigentes de la izquierda. El momento final, decíamos, iba a ser aprovechado para cambiar las bases del mundo, con una población agitada y dispuesta a pasar la página de la historia. Pero llega la hora final y nos encontramos con ciudadanos aterrados ante la posible pérdida de sus tres tesoros: sus ahorros, sus hipotecas y sus trabajos. Al punto de que después de torcer el morro por la solución “colectivista”, a casi nadie le parece mal que el Estado salga a socorrer a esos magos de las finanzas… en la convicción no expresada de que además de su culo están salvando también el nuestro. Y el mayor debate político y social será cómo se asiste al moribundo sin que la epidemia se extienda y, luego, qué lecciones sacamos de la crisis. Un debate que irá para más adelante porque no puede ser que la crisis sea esto que tenemos ahora ante nosotros. Se supone que lo que vemos ahora a cámara lenta es el previo no lesivo del estruendo que llegará sin remedio, por lo que en los próximos meses no se atreverán con las grandes teorizaciones ni los teóricos más alejados de la realidad más inmediata. Toca entonces abastecer el problema presente haciendo abstracción (y/o abandono) de las recetas tradicionales.
Total que no cabe otra que refugiarse en grandes proclamaciones del fracaso capitalista para enmascarar el paralelo de un análisis histórico del hecho revolucionario por lo menos defectuoso. Visto lo visto, me refiero. Cuando los revisionistas revisaban el mandato y profecías del maestro barbudo hicieron harto hincapié tanto en las capacidades de revitalización del capitalismo como en la integración progresiva de buena parte de la población en los resultados económicos de éste. Visto lo visto, esta segunda explicación queda confirmada. O por sus atractivos o por falta de otras alternativas o porque no queda otro remedio, lo cierto es que el “capitalismo real” ha convertido a las clases oprimidas rebeldes en ciudadanos consumidores, ahorradores, trabajadores y votantes temerosos de que el mundo cambie de base sin tener otra preparada a cambio. Me refiero a los ciudadanos de los países progresados, que somos los que tenemos ahora esta crisis. Los de los otros países van a desaparecer de las pantallas hasta que recuperemos el resuello.
Habrá que recomponer la teoría sobre lecciones inmediatas: elegir como mal menor el capitalismo renano de rostro humano antes que este desafuero de la revolución conservadora de los ochenta; desarrollar todo tipo de controles en un mundo globalizado donde solo es de libre circulación lo que les interesa; reivindicar el papel corrector del Estado como expresión de los intereses de la mayoría social que han de imponerse a un mercado que, por sí solo, únicamente demuestra ser un cuatrero voraz; articular políticas internacionales de todo género ante esta nueva demostración de soluciones nacionales y nacionalistas del sálvese quien pueda; fortalecer la sociedad real de los ciudadanos, sus derechos e intereses, frente a la peligrosa vacuidad de los intereses económicos que han primado hasta ahora; denostar actitudes banales y frívolas que se han instalado en nuestra sociedad como quintaesencia de lo deseable; volver a mirar al Sur en cuanto nos quitemos la empanada de este gran achuchón; pensar de una vez que “aquí sí que puede ocurrir” y que un mundo todavía peor es posible si no hacemos algo…
Vamos, que hay materia para reconstruir el mundo del pensamiento alternativo después del Apocalipsis que nos anuncian, aunque supongo que desde la base de que ya no nos creemos tanto aquel grito juvenil de: “La economía está herida. ¡Que reviente!”. Como tantas veces, podemos afrontar el debate real, sobre la base de la vida real que pisamos, que hacemos y que, en el fondo, preferimos, o podemos gritar “¡Viva la República!” o “¡Viva Cartagena!” que, para el caso, es lo mismo.
Antonio Rivera es profesor catedrático en Historia Contemporánea en la Universidad del País Vasco