Bruno Lima Rocha
Uno de los mayores problemas en la política actual es el control de la población sobre la clase política. No sólo la “mayoría silenciosa”, aún los grupos militantes ejercen muy poco control sobre sus representantes. Este es un problema vital para cualquier régimen democrático. El poco ejercicio del control, la sistemática frustración de las expectativas se refleja en la desconfianza permanente de la población para con los actores individuales (políticos). Es de la naturaleza de la política: sin control no hay ejercicio de poder. Por lógica, si no hay efectivo control por la mayoría, entonces el sistema es controlado por pocos. Siendo así, el ejercicio de poder termina por beneficiar a los controladores del propio sistema. ¿Y la democracia, donde está?
Parto del principio que la meta democrática no puede ser sólo un rito de normas y procedimientos. El rito de la competición electoral no sustituye, ni puede ser más importante que el de la participación directa. Participación es la palabra clave, pero con poder decisivo, y no un maquillaje donde los recursos de movilización atienden a los objetivos de las prácticas políticas de cooptación. Las entrañas de la sociedad organizada son las instituciones de base. Es de este tejido social que nacen y hasta reviven las posibilidades de transformación. En la ausencia de esta participación, sobran los programas de asistencia directa.
Desde la vuelta del régimen democrático en Brasil, en 1985, y específicamente después de la Constituyente “ciudadana” de 1988, vivimos una situación social esquizofrénica. Por un lado, en teoría, aumentan los derechos de las mayorías. Por otro, una serie de barreras estructurales frenan el avance popular: – el derecho no es normativizado en leyes funcionales; – la clase política va se autonomizando de sus representados -los recursos necesarios para el ejercicio de estos derechos nunca constan en las directrices presupuestarias, y aún cuando constan son coincidentemente “contingenciados”, o sea, desviados para otras funciones- aumenta la carga impositiva, pero el Estado cada vez funciona menos y empeora sus servicios.
Durante los últimos 12 años, el Estado brasileño operó con una lógica absurda. Abrió mano del ejercicio de funciones básicas, rechazó tener objetivos estratégicos de medio y largo plazo y ancló su alianza en el casino financiero y en el monopolio de la comunicación. Este mismo estilo “low profile” de gobernar, capitaneado por Fernando Henrique Cardoso y sus afiliados de partidos (conocidos como el tucanato), fue fielmente, reproducido por Lula, el Campo Mayoritario y su Núcleo Duro de gobierno. Para esto, el PT dio su gran contribución para el rito de la “democracia” brasileña. Por un lado, dedicó sus mejores y mejor preparados cuadros para ser reproductores de un estilo y una escuela de gobierno pactados, que no atiende los intereses de las mayorías. Por el otro, calmó y desarticulo estas mismas mayorías.
Al no pactar el país socialmente, ayudó a desorganizar la clase que decía representar y aumentó el vínculo directo de la mayoría excluida con los programas de ayuda del Estado. Esto garantiza que las tales “masas en disponibilidad” se mantengan en disponibilidad electoral y no cambien nada de sus relaciones sociales básicas. En vez de movilización social, cestas básicas. La moneda de cambio es el voto y no la presión. Los movimientos populares no consiguen llegar siquiera a ser clientes del gobierno. La inmensa masa de jóvenes desempleados o subempleados, que abundan en favelas y periferias del norte al sur del país queda como está, hasta que termine el mes y llegue a sus casas la próxima bolsa familiar. Entre bolsa y bolsa, es más fácil el camino del crimen que el de la militancia.
Cualquiera que se haya ocupado de la dura tarea de movilizar personas, de trabajar para que éstas se hagan sujetos y protagonistas de su propio destino, sabe como es de dura esta faena. Más pesada aún cuando hay una profunda confusión de conceptos, confundiendo movimiento popular, partido político y gobierno electo. Más confuso aún cuando todas las expectativas fueron jugadas en el ejercicio de una parcela del poder real de la sociedad, justo aquel ocupado a través de la elección al Poder Ejecutivo.
Súmese a eso algo que más al sur llamamos de “lavar el discurso”, como hierba lavada de un mate ya frío y sin gracia. Lavando el discurso y profesionalizando la militancia, se calman los ánimos. Un proceso de esta envergadura es fruto de al menos una década, y no meses o años de gobierno. El resultado es visible: cuánto menor la movilización popular, mayor será el asistencialismo. El escepticismo para con la clase política crece de un lado, pero no encuentra eco en la poco practicada independencia de clase. Ausente esta última, la lógica electoral impera, aumentando así la autonomía de la misma clase política, en quien nadie confía más.
En este breve artículo, no queremos aumentar el lugar común del “nadie sirve” y “nada podemos hacer”. Es justo lo opuesto. La primera medida para salir de la crisis política en que se encuentra la militancia de los movimientos populares de este país, es reconocer la crisis y ver las causas y consecuencias directas de la misma. Reconocido el problema, identificando su cuestión céntral, entran en acción el coraje y la lucidez de cortar por lo sano y hacer lo que tiene que ser hecho. Los lectores me perdonen la extrema franqueza, pero hago análisis para el campo al cual pertenezco.
En una comunidad tradicional, regida por elementos federalistas, los jefes y consejeros tenían el poder y el don de la palabra. Aun así, en cualquier momento podrían tener el poder de mandar retirado por la mayoría que lo otorgó. Considerando que vivimos en una sociedad compleja, injusta y con múltiples sujetos, una reflexión es más que urgente: ¿Cómo ejercer control directo sobre la clase política?
Detalle, en ningún momento esta misma sociedad tradicional detiene la capacidad de movilización a sus fuerzas y delega todo en los mandatarios. Justamente lo opuesto de lo que ocurre aquí.
Volviendo al Brasil contemporáneo, y creo que el ejemplo se adecua a casi toda nuestra América Latina, la realidad desnuda y cruda, conocida por todos los brasileños, es la siguiente: Las instituciones públicas no funcionan y no atienden la mayoría de nuestro pueblo.
Obviamente, este tema no pasa ni cerca de los “sabios”, que vienen discutiendo la reforma política a lo largo de la última década. En teoría la “democracia” sería el régimen del mando del pueblo. Queda entonces otra pregunta: Si el régimen tiene como base el mando del pueblo, ¿por qué la mayoría necesita quedar paralizada para que esta democracia funcione?
Considerando lo que los sabios, especialistas, actores individuales y consorcios partidarios nos dicen con sus propios actos, y no con sus estudiados gestos, la duda sólo aumenta. Es obvio que, aumentando los recursos de movilización popular, aumentan también la desconfianza en los políticos profesionales, altos tecnócratas y sus aliados de las grandes corporaciones privadas. El modelo democrático practicado en Brasil no aguanta la desconfianza sumada a la presión popular.
¿Es sólo eso la democracia? ¿Entonces que democracia es ésta?