07 de maio de 2010, da Vila Setembrina, Bruno Lima Rocha e Rafael Cavalcanti Barreto
Es difícil producir análisis político y no desbarrancarse dentro del marketing electoral en evidencia en Brasil, una vez que tenemos elecciones presidenciales en octubre de este año. La presión es grande y la tendencia es que abandonemos la caja de herramientas (el instrumental teórico-metodológico) para atenernos a pronósticos y probabilidades de aproximación del “humor” del electorado. La elección es un momento crucial en la definición de poder, pero la dimensión de la política no puede resumirse a la carrera electoral. A través de debates formales y conversaciones informales, consultas y polémicas de todo tipo, decenas de personas vienen preguntándonos acerca de los marcos estratégicos del país. Un incontestable marco pasa por el modelo de desarrollo y la forma de generación de energía correspondiente.
Cada semana nos esforzamos para marcar una posición que no sea adherente al individualismo metodológico. Así, intentamos transmitir un texto analítico que sea directo, no de coyuntura y con mirada estratégica. O sea, entendemos que el analista debe ejercer la honestidad intelectual y hacer explícitos tanto su punto de vista (las premisas), como su predicción (lo que es recomendado hacer). En este sentido, entendemos que observar no pasa necesariamente a atenernos a la performances de los dos candidatos favoritos, Dilma Roussef (PT, el partido de Lula) y José Serra (PSDB, el partido del expresidente Fernando Henrique Cardoso). Es difícil hablar de temas de fondo cuando lo que se quiere debatir es la superficie. Sinceramente, éste no es el caso.
Como se sabe, no adoptamos una posición explícita de preferencia entre las candidaturas y eso obedece a un raciocinio lógico. Repetimos aquí que el espacio de un artículo de opinión y analítico no comporta la totalidad del tema, pero sí puede indicar un camino para construir un discurso de tipo público y que vaya además a las urnas. Delante de las emergencias, es fundamental presentar las pautas correspondientes. Para ejemplificar lo que decimos, basta un tema polémico. Uno de ellos pasa por la concepción de desarrollo y la utilización de recursos hídricos.
Creo que el país nunca llegó a discutir a fondo el uso de los recursos naturales no-renovables y en especial los hídricos. La noción de energía en el Brasil es la de las presas de los ríos. Así, usinas hidroeléctricas corresponden a una estampa del desarrollo a toda costa del Brasil, de igual manera que hasta hoy la China es movida por el carbón mineral. Infelizmente, tengo que referirme a los mega-proyectos como sinónimos de la electrificación, incluyendo la actual batalla de miles de brasileños contra la hidroeléctrica cruelmente llamada de Bello Monte. Esta obra infernal, será en el Río Xingu, de 100 kms de largo de área inundada o de sequía subyacente y que se localiza en el sur del estado de Pará, o sea, en la selva de Amazonía.
Lo que se vio en el martes 20 de abril cuando el remate por la licitación de la obra contestada hasta en la justicia burguesa, fue algo de horror, recordando los tiempos de la dictadura militar. Delante de esas asociaciones de modelos y proyectos es muy difícil no hacer la correlación de intereses. En los sótanos del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES, un gigantesco banco de fomento bajo control del gobierno central) se aprueba una represa que es un crimen ecológico, un atentado contra nuestra soberanía y el peor de los usos de los recursos hídricos. Delante de ese hecho criminal, pasando por encima de las bases y normativas legales de la legislación de medio ambiente, escudándose en artificios de tecnicismo jurídico y en la formación de consorcios más que sospechosos, todos anclados en el dinero de la población bajo el usufructo del Estado, nos damos cuenta de la falta de alternativa política por la ausencia de un proyecto a largo plazo.
Conversando con un funcionario de carrera del sector, nos confidenció que con los criterios actuales, el Brasil no hubiera podido construir grandes represas en el periodo desarrollista, antes y durante la dictadura militar (1964-1985). Si en aquella época hubieran sido tomados en cuenta los derechos de las poblaciones costeras de los ríos, los de los micro y pequeños propietarios alcanzados por presas y los de los pueblos originarios (indígenas), los dueños del poder habrían tenido que tomar dos decisiones.
Una decisión fuera de debate para el régimen de los militares, hubiera sido la no urbanización precoz y la no industrialización tardía. La otra implicaría, antes que nada, una definición política de los conceptos fundamentales para un modelo de desarrollo sustentable. La consecuencia de eso debía ser una amplia inversión en la investigación de energías renovables y la prioridad de algunos factores tales como: la durabilidad de los cursos de agua, fuentes y manantiales; la aplicación racional de la irrigación; fortalecer la agricultura hacia la producción de alimentos y regionalizada; la preservación de las formas de vida tradicionales en las costas de los ríos, modelos extractivistas (aquellos que extraen de la selva frutos y productos sin derrumbar los árboles), tomar en cuenta a los indígenas, los pequeños productores sin títulos de propiedades y los quilombolas (descendientes de africanos prófugos combatientes contra la esclavitud); la comprensión de los recursos naturales y de la biodiversidad como patrimonio nacional y por tanto como elemento permanente de defensa soberana.
Obviamente que nada de eso ocurrió y población tradicional alguna fue o es tomada en cuenta cuando se trata de mega-proyectos. Así sucedió durante la dictadura militar y sigue sucediendo el año en que vamos a las urnas para decidir el recambio del presidente.
Un proyecto de poder que viniera desde abajo, organizado socialmente, sin estar bajo la lógica del campo de alianzas con los oligopolios nacionales, la banca y el bajo clero del Congreso (la mayoría de diputados de derecha que vende o alquila sus votos para el gobierno de turno); sería posible si se hubiera gestado hace ocho años. En este momento, a menos de seis meses de las elecciones generales, la desesperación del empleo de la táctica del voto útil, aún delante de una derrota contundente como la de 20 de abril, cuando se aprobó la construcción de la Usina de Bello Monte, es un atentado con suspensión de garantías a las instancias orgánicas de los movimientos populares, o un golpe tramado por direcciones encastilladas que se anclan en las relaciones personales de tipo amiguismo, o en la exageración de la mística en detrimento de la saludable crítica y la discrepancia política.
Y ahora, ¿con qué cara los liderazgos de movimientos populares que aún creen en la locura colectiva del concepto de “gobierno en disputa” irán a afirmar la defensa y necesidad de un “apoyo crítico” a la continuidad de Luiz Inácio y sus compinches? Esto no quiere decir y ni siquiera asociar la crítica al virrey presidente del Banco Central, Henrique Meirelles (expresidente mundial del Bank of Boston y elegido diputado federal por el partido de Cardoso en las elecciones generales de 2002), y de los crímenes ambientales y contra la sociedad tales como la transposición de las aguas del Río San Francisco (que corta una buena parte del noreste de Brasil) y otras propuestas enardecidas, con el apoyo tácito al candidato José Serra, el actual gobernador del estado de São Paulo. Sucede justo lo contrario, antes de cambiar y transformar la sociedad de abajo hacia arriba existe un acuerdo electoral entre alianzas nefastas, intereses impresentables y locura táctica.
La condición de crear un nuevo polo de poder pasa por una visión de protagonismo y delantera en la política, desvinculando los proyectos estratégicos del pueblo en movimiento (por ejemplo la defensa de los recursos hídricos, de las formas de vida tradicionales y de la semilla nativa) del gobierno de turno. Parece que nunca aprendemos en el Brasil las lecciones de las historias de los países hermanos.
En Bolivia, luego después de la Guerra del Gas (2003) cuando el pueblo del Alto y de La Paz expulsó el gringo presidente, Gonzalo Sánchez de Lozada (el Goni), las coordinaciones de movimientos populares dieron un ultimátum de 120 días a el entonces vicepresidente recién asumido, el empresario mediático Carlos Mesa. Antes de los cuatro meses correspondientes, las fuerzas sociales organizadas para la emancipación de las mayorías tomaban las calles y hacían valer su programa de reivindicaciones. El tejido social-productivo era atado a la acción popular y no en negociaciones extrañas o maniobras jurídicas.
Hasta la victoria electoral de Evo Morales al frente del MAS es fruto de ese protagonismo no instrumentalizado. La constitución boliviana actual y su pluralidad jurídico-política es la cosecha de la semilla de la autonomía de las instancias del pueblo, delante del aparato oficial de intermediación. Hay elecciones por hacer y precios a pagar. Lo de la omisión política en el campo popular es la represa que todo mata, destruyendo la Amazonía y retomando los objetivos del periodo del Milagro Económico (1969-1974) de la Dictadura
Delante de esa lección de la historia y de la lucha política, después del crimen de Bello Monte, ¿cómo no defender un proyecto popular más allá de la democracia indirecta de los representantes profesionales y gestores del Estado al servicio de los oligopolios?
Este artículo fue publicado originalmente en portal Barómetro Internacional.